En 1958, la compañía de diseño Herman Miller contrató a Robert Propst, un catedrático de arte de la Universidad de Colorado, para que se hiciera cargo de su nueva área de investigación. El objetivo de la compañía era expandirse más allá de su campo tradicional, el diseño de muebles, hacia campos hasta entonces no explorados por los diseñadores –agricultura, hospitales, colegios–, y Propst parecía ser un candidato ideal: aunque se ganaba la vida como académico del arte, era en realidad un intelectual, escultor y teórico freelance de una creatividad exuberante, casi maníaca. «De inmediato empezó a inundarnos con ideas, conceptos y dibujos que abarcaban desde agricultura hasta medicina», le comentó Hugh DePree, a la sazón presidente de Herman Miller, a John Berry, un historiador de la compañía de diseño. «Es interesante notar, sin embargo, que a pesar de nuestro interés mutuo por explorar otros campos, el primer proyecto que atrajo de manera constante su atención fue la oficina». Interesante, quizá, pero nada sorprendente. Propst, en su transición desde el arte y el mundo académico hacia la vida corporativa, simplemente descubrió lo que millones han descubierto desde entonces: que cualquiera que trabaje en una oficina pasa una cantidad de tiempo extraordinaria pensando acerca de la disposición y arreglo de las oficinas.
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miércoles, 25 de febrero de 2009
El fin de la oficina (texto de Nikil Saval)
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Nikil Saval,
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Revista "Etiqueta Negra"
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